La muerte hace turismo by Ralph Barby

La muerte hace turismo by Ralph Barby

autor:Ralph Barby
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Intriga, Policial
publicado: 1984-12-31T23:00:00+00:00


CAPÍTULO VI

En la sala no estaba, pensé que podía estar en el aseo, pero al pasar ante la alcoba la descubrí tendida junto a la cama, vestida con su pantalón naranja y la amplia blusa veraniega. La linda peluca de cabello azabache estaba a un paso de ella.

Mireille mostraba un cabello castaño y cortito sobre el que debía ir cambiando sus pelucas. Por su posición, temí lo peor. No cabía duda de que cuando menos un brazo y una pierna los tenía tan rotos como los de un muñeco sobre el cual han pasado las ruedas de un automóvil que no fuera de juguete.

Te juro, te lo juro por mi alma si es que la tengo, que fue horrible. Le habían reventado un ojo, aún salía sangre de él.

—¡Malditos, malditos, malditos! —rugí.

Estaba muerta.

El otro ojo se hallaba abierto, mirando a la eternidad. Habían utilizado las letíferas porras para darle una paliza mucho peor que la que yo había recibido.

Había visto algunos muertos en África. No soy especialmente morboso, pero a cualquiera se le hubieran revuelto las tripas al ver el cadáver de Mireille.

Su mandíbula estaba visiblemente rota. También le habían hundido la nariz de uno de los terribles porrazos. Aquello ni siquiera podía llamarse paliza, se habían ensañado con ella rompiéndola, destrozándola.

La sangre goteaba lentamente del cuerpo sin vida de la que había sido una bellísima mujer.

Yo había llegado unos minutos tarde. Quizá, si no me hubiera extraviado por las calles de la villa turística, hubiese llegado a tiempo; pero ¿de qué servía ya lamentarse?

Habían matado a Mireille y el hecho no tenía remedio.

Volví a mirar la peluca. Algo más lejos estaban las gafas de sol rotas, unas gafas que Mireille utilizaba por precaución aunque fuera de noche.

Comprendí que había metido las narices en el sórdido mundo del espionaje y la próxima víctima podía ser yo. Tenía el codiciado maletín en mi mano. Si Mireille había muerto por él, yo tenía que llevarlo a su destino, devolverlo a manos del coronel. Después, cuando tuviera al coronel Lamoire frente a mi cara, le inquiriría, sí, le inquiriría porque ya no era mi superior, y aunque lo fuera, diablos, aunque lo fuera, lo cogería por la garganta para preguntarle:

«¿Ha valido la pena que muriera Mireille por este cochino maletín?».

Como nada podía hacer por un cadáver que tenía varios huesos rotos, un cadáver que había dejado de ser hermoso y que lo sería menos al paso de las horas y más de los días, decidí evaporarme.

Si la policía española me atrapaba en el chalet, me cargarían la muerte de Mireille y aunque se demostrara que no había sido yo, podía pasarme mucho tiempo ocupando una celda en alguna cárcel desconocida.

Pensé en las huellas, era imposible borrarlas todas. Yo ya no podía acordarme de lo que había tocado o no. Después de todo, mis huellas no estarían en ningún archivo.

A estas conclusiones llegué en pocos instantes. Me dio la impresión de que había pasado horas contemplando el cadáver de Mireille; sin embargo, sólo estuve segundos.



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